miércoles, 24 de febrero de 2010

DE LOS FAVORES DE LOS DIOSES

Y así hermanos míos ... de un momento a otro, mientras corría por el árido desierto, el suelo me devoró al interior de su matriz ancestral.


Desorientado, presa del pánico, comencé a bracear en medio de un mundo desconocido y asfixiante, palpando sus obscurecidas entrañas. Ahogándome en una tiniebla que se filtraba por mis poros con voracidad depredadora.


Al poco tiempo de arrastrarme por aquel lugar de incertidumbre, las paredes se iluminaron de manera paulatina con una fulgor opaco y mortecino; palpitante. A la par una melodía reptilíca comenzó a deslizarse en mi cabeza mientras los muros se bañaban de imágenes extrañas contando historias de un mundo inquietante. Trate de no mirarlas, sabía que pertenecían a un lugar de Dioses (o Demonios) en el cual un simple mortal no tenía cabida. El solo verlas podía costarme la vida, o peor, condenarme a vagar eternamente por los pasillos de ese inframundo. Así que agache la cabeza con humildad y aligeré el paso concentrándome en la manera de encontrar una salida de aquel paraje misterioso.

Metros adelante encontré los primeros cadáveres. Se encontraban repartidos por los pasillos; secos y de alguna manera conservados en el tiempo. Sus ropajes eran como una segunda piel y se desasían al menor roce de mis manos dejando al descubierto figuras estilizadas y hermosas. Eran cientos de ellos, incorruptos por el hambre o la enfermedad. En sus rostros aun se observaban las muecas de angustia en medio de las cuales la muerte los había reclamado. Algunos abrazándose entre si consolándose ante un destino implacable. Otros arrastrándose o arañando las paredes. Buscando un refugio para su agonía.


Dedos dentro de las cuencas de los ojos arrancándose una visión que rayaba la locura.


Debo confesar que ninguno de ellos me inspiró la menor compasión. Suficiente crueldad y muerte había contemplado ya a lo largo de mis días. Para mi estas imágenes macabras eran cotidianas en un mundo que se devoraba a sí mismo. Un lugar donde los padres criaban a sus hijos para luego sacrificarlos y consumirlos con avidez; donde los hombres se arrastraban sobre el árido suelo peleando la carne del compañero recién caído. Donde la consigna era sobrevivir un día más a cualquier precio. Nada por lo que sentir o abrigar esperanza. Una manada de lobos que caminaba con orgullo hacia su propia extinción.


De tal suerte que proseguí buscando una salida sin arriesgarme ni por un momento a caer en la trampa de la misericordia o la curiosidad, mientras aquella tonada sibilante que

retumbaba en las paredes hacia un eco espectral en mi cabeza. Guiándome irremediable hacia mi destino.

Caminé por días a través de pasajes laberínticos, sorteando cadáveres y ruinas, en ocasiones corriendo frenético, en otras arrastrándome por infinitas puertas que no daban a ningún lugar; agotando lo poco que me quedaba de cordura. Sabiendo que a cada paso que daba sin encontrar la salida me acercaba más al fin de mis días.


De esta manera en medio de la zozobra y guiado por una mano misteriosa llegué a las puertas de un gran salón cuyo interior amaneció ante mí como el más luminoso de todos los días. Decenas de objetos maravillosos saltaron a mi vista. ¡Encontré el paraíso! pensé con alegría desbordada olvidando el cansancio de mi cuerpo fatigado.


Tal vez podría encontrar algo de utilidad para sobrevivir. (O para conquistar).


Después de explorar al detalle el magnífico salón caí en cuenta que aquella multitud de objetos de formas maravillosas que llenaban el aposento no tenían utilidad alguna para mi (si es que alguna vez la habían tenido para sus propietarios), solo eran brillantes artefactos dejados atrás por una raza extinta, tal vez conmemorando glorias pasadas. Por lo tanto lo único que terminé recogiendo fue una pequeña vara de metal que reposaba en una especie de altar en medio de la estancia (el metal era una rareza en mi mundo) y algunos pergaminos que lucían extrañas figuras de artilugios desconocidos. Podrían servirme para construir un arma o una herramienta (pensé). Una vez estuve seguro que no me quedaba nada por revisar me dispuse a reanudar la marcha. De repente una potente voz en una lengua ajena irrumpió en mi cabeza con la fuerza de un relámpago. Las luces se esfumaron y el salón se convirtió en noche profunda tachonada de estrellas: a lo lejos grandes soles giraban con lentitud, estrellas fugases atravesaban el firmamento y lunas enteras pasaban a mi lado a velocidades increíbles.


Y fue así como aquellos dioses me invitaron a conocer su mundo.


Era un mundo lejano donde se aglomeraban como hormigas en gigantescas junglas de metal y barro; un mundo donde se tenían todas las oportunidades y recursos. Abundaba el agua y la comida y había toda clase de aparatos maravillosos que facilitaban la existencia. Sin embargo aquellos seres bendecidos se mataban unos a otros por causas diferentes al hambre; era un mundo donde reinaban la abundancia, el vicio y el derroche y donde una religión llamada “science” allanaba los límites del conocimiento hasta buscar la propia destrucción.


No sé en qué momento llevado por la emoción (o el terror) caí desmayado. Pero la inconsciencia fue una bendición.


Horas más tarde desperté acostado sobre el suelo. Los ojos húmedos y el corazón lastimado por un sentimiento de franca compasión hacia estos seres magníficos que debieron morir para entender el valor de la vida. Desorientado miré a mi alrededor solo para darme cuenta que me encontraba de nuevo en el salón. Entonces presa de una extraña certeza tomé mi equipaje y apretándolo contra mi pecho eché a correr casi a ciegas, mientras que el Templo (o lo que fuera donde había estado) me expulsaba de su vientre. De esa forma partí de aquel lugar perverso y así me recibió el desierto, con su difuso abrazo de fuego.

Pasado un largo tiempo cuando el sol comenzó a perder su apogeo tuve el valor de parar mi carrera y mirar atrás. Como lo esperaba lo único que observé fueron piedras y matorrales resecos. Sintiéndome más tranquilo respiré profundo y traté de orientarme con la posición de las Montañas; así me vine a dar cuenta que desde un principio me había acercado al Mar de Cristal. Busqué una duna con la altura suficiente y miré al horizonte. Allí estaban, cientos, tal vez miles de leguas donde la arena del Desierto se convertía de súbito en pedregoso cristal. Y algo más allá, donde mis ojos solo alcanzaban a percibir un extraño fulgor: Las Ruinas Prohibidas, brillantes aun en medio de la noche más oscura, operando horribles cambios en todo ser vivo que se les aproximara. Empuñe la daga sin darme cuenta, con aprensión, mientras viejas preguntas, cómplices de todas mis travesías, llegaban de nuevo a mi mente,


¿Tendría el valor de quitarme la vida llegado el momento? ¿Pero cómo saber cuándo dejar de luchar y entregarse, después de toda una vida de ir contra las posibilidades y sobrevivir?


La mayoría de la gente de mi tribu se había quitado la vida a lo largo de los años. Unos por hambre o por sed, otros por enfermedad. Algunos antes de ser devorados por aquellos inmundos seres que alguna vez fueron de nuestra raza pero sucumbieron al asesinato y la locura. Pero la mayoría lo hacía por simple desesperanza.


¿Por qué vivir en un mundo rodeado de terror donde cualquier sentimiento diferente a la angustia había dejado de existir?


Pero este no era mi caso. Yo siempre intuí que algo iba a cambiar. A diferencia de todos los demás yo esperaba el mañana con esperanza. Esperaba por una oportunidad. Un milagro. Y sabía que este ocurriría. Estaba en mi sangre. Me lo susurraba el viento mientras dormía.


Cuando el atardecer agonizaba en el horizonte tomé la decisión de descansar. Lo necesitaba. La noche comenzaba a abrirse sobre el Desierto, el calor descendía pero el bochorno aun era insoportable. Me recosté a la sombra de un viejo árbol reseco y comencé a examinar el artefacto de metal que había tomado del templo. A pesar de estar construido con una mezcla de fino metal y algo de cristal puro, pesaba como una pluma. Sobre su costado unos extraños grabados escritos en lenguajes prohibidos trataban de decirme algo con desesperación. Estaba intentando descifrar su enigma cuando un rayo de luz brillante como el sol iluminó su cabeza de cristal creando el día a mí alrededor. Mudo de sorpresa caí de rodillas y comencé a orar a estos dioses caídos para que me mostraran su poder.


Y al día siguiente ellos respondieron.


Un relámpago furtivo rasgó el amanecer rojizo y fue a caer sobre un grupo de árboles muertos los cuales le respondieron estallando en llamas. ¡Una gota de agua cayó sobre mi rostro, en seguida otra y otra más! Luego el cielo se desgajó sobre mí en forma de lluvia torrencial. Mis ojos, esos ojos viajeros que han visto cosas que nadie podrá contemplar jamás, comenzaron por primera vez a ver la luz de la verdad. Después de tantos años de la última lluvia, sus gotas no quemaban ya, ni olían a podredumbre; eran diáfanas y refrescantes. Absorto en la contemplación de esta nueva faceta de mi mundo descubrí como la vida aun se abría paso desde las profundidades de este desierto que era la muerte encarnada. Pequeños insectos reptaban por las rocas, una que otra ave taciturna surcaba el firmamento. Matorrales que aún conservaban algo de verde en sus cogollos se aferraban a la vida con esperanza. Entonces me quité los jirones de cuero que me cubrían y dejé que la lluvia bañara mi cuerpo desnudo; y mi alma se inflamó de amor por la lluvia. Me arrodillé y tomé un puñado de arena entre las manos: arena que hacía un segundo era señal de muerte y ahora era portadora de nueva vida; la tomé entre mis manos y la besé, luego me vestí y miré el cetro. Aun seguía cortando el día con su poder. Estaba caliente. Los signos que lo rodeaban brillaban con un resplandor extraño, alegre.


Me paré de cara a la llanura infinita, di gracias a los dioses por escogerme como su iluminado y salí corriendo hacia mi aldea lo más rápido que pude. Ahora entendía cual era el camino que había de tomar…


Y esa fue la forma como los Dioses decidieron darme la oportunidad de ser su mensajero en nuestro Nuevo Reino. El resto ya es conocido por todos ustedes, hermanos. Poco a poco desciframos los secretos de los pergaminos y así hemos construido a través de los años herramientas que nos han traído seguridad y prosperidad. Así mismo hemos divulgado la palabra de los Dioses y sus maravillosos designios a toda tribu que hemos conquistado. No puedo negar que nuestro camino ha sido difícil, marcado por la guerra, el sacrificio y la sangre. Lo digo mientras miro con tristeza los cadáveres crucificados de esa familia incrédula que se negó a honrar la memoria de nuestros Dioses. (Y a pagar su debido tributo). Pero créanme hermanos que así lo exige la ley celestial y ella y sus misterios no nos ha sido dado entender o cuestionar. Solo cumplir con obediencia. De esta manera hemos sobrevivido, nos hemos expandido y hemos llevado la fe a todos aquellos que vivían en la impiedad. Este es y siempre será el precio de vivir en el mundo que los Dioses eligieron para nosotros.


Y henos aquí, hijos y hermanos; muchos años después del día profético, reunidos en torno al Cetro, que desde aquel tiempo no ha dejado de protegernos del mal.


¡Este es un momento trascendental de la historia del Nuevo Clan! Me siento honrado de poder contarles que ayer, después de años de búsqueda infructuosa, he vuelto a encontrar el templo abandonado, y les digo hermanos que anoche los Dioses mismos aparecieron ante mí en un sueño y me prometieron que en su interior encontraremos lo necesario para vencer en definitiva a los infieles y conquistar la tierra con todas sus bendiciones. Y así una nueva época de prosperidad sobrevendrá a toda nuestra descendencia y viviremos por fin como hermanos. En paz.


Por último y antes de que los Hermanos Mayores y Yo nos encaminemos al encuentro del templo, que permanecerá en secreto por el bien de nuestro Clan, quiero que conozcan las palabras mágicas que custodian las puertas de ese lugar sagrado. Estas, junto con las que tiene el Cetro en su costado, escritas en el lenguaje secreto de los Dioses, deberán ser aprendidas generación tras generación y ser adoradas con el debido respeto, pues a ellas les debemos la suerte de la luz que hoy se abre ante nuestros ojos y el que vivamos en el Paraíso de la verdad.


Las misteriosas y sagradas palabras que custodian la entrada del templo son…

MUSEUM AND PLANETARIUM OBSERVATORY
. Y recuerden, las del Cetro luminoso de los Dioses son
...
LANTERN PHILIPS. Made in Taiwan.


- ¡SALVEN LOS DIOSES, ALABADOS SEAN!-.


Luego el anciano se volteó y mientras sus seguidores musitaban aquellas palabras hincados ante el cetro, le susurró a su hijo predilecto: - Ven que tengo que contarte lo que no dije hoy acerca de este templo y de los libros y artefactos que he venido descifrando en secreto a lo largo de todos estos años. Y mirándolo maliciosamente, con un dejo de picardía en sus ojos arrugados por el salitre le dijo. - Empecemos con este -, de los pliegues de su bata sacó un aparato negro y algo brillante al cual asía fácilmente por su mango -. Los antiguos le llamaban GUN y ha sido bastante más efectiva para mantener la fe que las bendiciones de los dioses.


miércoles, 17 de febrero de 2010

NOCHE Y NIEBLA


NOCHE Y NIEBLA

Mira hacia la abadía de monte Cassino y no observa nada distinto del material perfecto para una postal de verano. Toma algunas notas en la agenda y respira profundo. Se siente mareado: un tufo nauseabundo, mezcla de pólvora y carne en descomposición atenaza su garganta; sin embargo no es nada comparable al latido viseral de los cañones que aún en el silencio de la tregua martillean su cabeza. Aferra los binoculares. Desde su posición ve caer aquellos soldados que entrevistó la noche anterior: uno a uno, como espigas cegadas por las balas. Corre agachado buscando un mejor lugar para fotografiar; lo hace tratando de no pisar los cadáveres que alfombran el duro suelo italiano; a pesar de todo pisa la pierna de un soldado americano que yace silencioso en el camino. La sensación mullida y gelatinosa de la carne muerta bajo sus pies le produce una arcada. Sabe que si pierde el control será el fin; continúa zigzagueante su carrera. Al llegar a uno de los flancos de la ladera siente zumbar la muerte cerca a su cabeza, una leve sensación de escozor en la oreja le dice que ella lo ha mirado a la cara y no lo ha encontrado deseable. Aún. El retumbar de los cañones aumenta su intensidad. Un cielo escarlata desdibuja las siluetas de los bombarderos que trituran la posición enemiga. Grandes explosiones socavan la colina. El olor de la sangre se hace insoportable: no sabe que su propia sangre resbala por su espalda. En una brecha entre las piedras alcanza a ver agazapado al Capitán del escuadrón neozelandés. Se arrastra hacia él y le pregunta por la situación de la batalla - ¡Capitán! ¿Capitán? – le voltea el rostro y observa como una hormiga camina paciente sobre el único ojo que le queda. El fuego de una granada de artillería ahoga el sonido de su grito y lo arrebata del mundo de los sueños…. - ¡No existe otra vida, ni una segunda oportunidad! -, fue el pensamiento que amaneció en su boca. Frotó de sus ojos el pesado velo de la pesadilla y se pasó dos pastillas con un trago doble tratando de matar la resaca. La sabana estaba empapada de un sudor intranquilo: el fantasma del fracaso aún revoloteaba dentro de su vientre. Con gesto esperanzado miró el retrato de su novia. – Anna -. Nunca había sentido tanta necesidad de verla; pero la realidad era que ella se hallaba al otro lado del mundo. Allende todos los mares y toda la flota de invasión aliada. Se tomó un trago de la botella y esperó sentado hasta que el dolor de cabeza se convirtió en una palpitación sorda.

En la ventana el olor de madrugada se desprendía de la corteza de los sauces que engalanaban la vieja plaza de mercado. Prometía ser un día de sol esplendoroso, sin nubes - marco perfecto para un bombardeo -. Con gesto automático revisó la cámara fotográfica colgada de su cuello, luego las películas de repuesto en su bolsillo. Tal vez este sería el día: lograr la historia perfecta que lo salvara del abismo de mediocridad que era su (vida) carrera como corresponsal de guerra. - ¡La mala suerte no podía acompañarlo por siempre! -. Parecía que donde iba la guerra se estancaba o llegaba a su fin. Y sus contactos y fuentes morían o eran reasignados presas de una obra de teatro en la cual él poseía el personaje trágico. Sin embargo había logrado lo imposible en una jugada desesperada, llegar hasta la isla de oriente donde se suponía acabaría la gran guerra. Si esta vez no obtenía su “reportaje dorado” no habría segunda oportunidad para él, ni para su carrera. Ni para su incierto matrimonio, porque incierto era la palabra indicada. No necesitaba llamarse a engaños; Anna era especial, lo amaba, pero no era tonta. No ataría su vida a un periodista fracasado (Y alcohólico). Revisó con desazón la faja donde guardaba el dinero. Una pequeña fortuna entregada con desgano por su padre para que su único hijo hiciera algo con su vida, así fuera jugar al corresponsal de guerra; se estaba quedando sin fondos. Demasiados sobornos y falsas identidades dejadas atrás para poder moverse a través de un mundo en llamas persiguiendo un sueño de inmortalidad que lo obligaba a demostrarse (demostrarles) que eso no era todo. Que la vida tenía un sentido; que esa vorágine de sangre, pólvora y alcohol en la cual se revolcaba tenía un objetivo. ¿Pero y de donde venia esa búsqueda, esa urgencia de resolver los misterios de la vida? Se había dicho una y mil veces que tal vez lo mejor era no preocuparse. No hurgar. No ansiar. No esperar. Pero esta no era su naturaleza. Aún luchaba por creer, por sentir. Por huir de un destino que lo condenaba a morir de viejo revolcándose en el dinero manchado de sangre de su padre sentado en la mecedora de un asilo para ancianos desechados, mientras recordaba el pasado y se daba cuenta, una y otra vez, que desde siempre había estado muerto.

¿Pero como huir de la futilidad?

Se recostó de nuevo y comenzó a hojear su agenda; la tapa estaba amarillenta y acartonada por una mezcla de sudor y sangre. Adentro las páginas se sucedían unas a otras repletas de letras que más parecían jeroglíficos de un periodo antediluviano. Empezó a releer paciente las historias de lo que había vivido y escuchado en los campos de batalla, mientras que el ronroneo del ventilador lo conducía con lentitud al mundo detrás de las paredes que eran sus recuerdos, un ultimo trago abrazó su garganta y cerró los ojos para descansar un poco la vista. Viaja apretado en un oscuro vagón con cientos de infortunados compañeros. Pero no es su cuerpo el que ahora habita: es un hombre viejo y cansado, - y en un algún tiempo, respetado -. Con dificultad se tantea la cara; desea conocer su aspecto: gafas, nariz aguileña, piel agrietada por el sol y barba enmarañada. Sus manos al contrario, son suaves y delicadas, manos de artista. Las piernas le tiemblan de cansancio, no hay un lugar donde sentarse, solo tal vez encima de los cuerpos que han ido apilando en el fondo del vagón; - prefiere permanecer de pie-. El ambiente opaco y difuso da vueltas en círculo a través de los manchones de paisaje que se alejan veloces de sus ojos y el murmullo continuo y acompasado de los moribundos que lo ensordece; - ¡Tierra de muertos! -. De repente el mundo frena con violencia y se abren las puertas del vagón; una mano enguantada lo atrae hacia fuera, ebrio y vacilante, bajo la luz de un sol desconocido. Muchos compañeros de viaje caen al suelo para no levantarse; han muerto de pie, – ¡RAUS! ¡SCHNELL!– le gritan a la cara, mientras lo azotan con un vergajo que resuma un liquido sanguinolento. Así, sin preámbulos, es obligado a atravesar una hermosa campiña en pleno verano y una aldea pintoresca donde los lugareños lo observan con indiferencia: - menos que un animal -. Uno que otro disparo desgarra el atardecer: aquellos que no pudieron caminar con suficiente rapidez; nadie mira atrás, no desean saber si fue alguien conocido, solo aprietan el paso con la fuerza que da el miedo a la muerte. Un día más, una hora más, un minuto más de vida… Al anochecer llegan a su destino: un enorme portal sobre el que destacan tres palabras: “Arbeit Macht Frei”, el trabajo es la libertad. Grandes reflectores recrean el día.

Lo primero que encuentra son varios edificios, agradables a la vista, con sus techos cubiertos de praderas de césped bordeadas con arriates de flores multicolores. En sus puertas puede leerse una sola palabra: “baños”. El hedor que reina en el ambiente traiciona esa imagen tranquilizadora. Gigantescas montañas de ropa y zapatos se recortan amenazantes contra el firmamento, como monumentos silenciosos a la infamia. “Bendito sea lo que nos endurece”, reza un gigantesco letrero.

Un altavoz escupe órdenes constantes: deben desnudarse por completo, entregar sus gafas, documentos, joyas... dentadura postiza; las mujeres deben dirigirse a una sala donde serán rapadas. Viejo, golpeado y desnudo, trata de tapar su pudor ante cientos de ojos que lo vigilan con desprecio. Ahora debe hacer una larga fila frente a los baños. - DESINFECCIÓN -. Hombres, mujeres, niños... todos entran apretujados, con la esperanza de vivir un poco mas. – NO LES VA A PASAR NADA MALO, ES UN MEDIO DE PREVENIR ENFERMEDADES Y EPIDEMIAS.

Observa las duchas que surgen del techo; - ¡tan limpias y brillantes!-. Su único deseo es que termine rápido. Mira a su alrededor por ultima vez y se encuentra con los ojos de una mujer joven: en sus brazos aprieta el cuerpo sin vida de un pequeño. Entonces comprende la magnitud de la tragedia a través de aquella mirada de dolor de alguien que pudo haber sido su hermana, o su madre, o su amante y cuyo único pecado fue nacer de otra raza. Mientras tanto la maldad comienza a inundar la cámara en forma de gas. La algarabía del mercado lo despertó sobresaltado. No recordaba haber soñado, pero la humedad en sus mejillas le bastaba para saber que algo había ido mal.

Afuera el sol bañaba de oro las calles impecables y una calma casi religiosa arrullaba las banderas, que desafiantes se agitaban con la brisa: era una ciudad hermosa y casi intocada por el odio de la guerra. La plaza de mercado bullía de agitación, trayendo el olor de las espesas sopas de pescado que se habían puesto de moda cuando los alimentos empezaron a escasear. Se acomodó en la ventana y dejo vagar la mirada. El movimiento era incesante, ajeno al horror de una guerra que se cernía como ave carroñera: en una esquina dos comadres comparaban el tamaño de sus barrigas de embarazo y reían con alegría desbordada; más allá un grupo de ancianos debatía con vehemencia, el de la barba más larga era escuchado con respeto cuando tomaba la palabra. En particular le llamó la atención un grupo de niños, que jugaba con las vainillas de la artillería antiaérea, creando mundos imaginarios solo accesibles para los de su misma especie. Una sonrisa involuntaria se dibujó en su rostro curtido por la guerra. Luego miró al cielo y se imaginó a su padre recostado en su sillón favorito, escuchando en la radio las últimas noticias de una guerra que lo había hecho aun más rico y calculando como esto afectaría el valor de sus bienes. Luego se reuniría con sus socios y amigos a tomar algunos tragos y hablar de lo difícil de la situación y a contar lo desdichado que había sido al tener un hijo que no valoraba lo que tenía en su hogar. - Un hogar que le ha dado todo-. Un hijo que era un inútil, que había fracasado en todas las empresas que había emprendido y que ahora intentaba llamar la atención escribiendo crónicas que nadie leería acerca de una guerra que seguramente no conocía. - Ya lo imagino, gastando el dinero que le di en alcohol y prostitutas, mientras esta bien resguardado en un hotel de cinco estrellas de un país neutral. Ya volverá cuando se le acabe el dinero. Estoy seguro, lo conozco, no sirve para nada, ni siquiera para jugar al héroe desde la cama de un penthouse - y luego todos reirían y permanecerían riéndose mucho después de que la noche se hubiera cerrado sobre las ciudades que habían ayudado a dejar en ruinas. Y aún reirían mientras él, tan borracho que apenas alcanzaba a abrir los ojos, penetraba a la mujerzuela de turno que le había vendido sus servicios por una lata de comida. Y todavía escucharía el eco de sus risas mientras se sumergía en el torbellino de su desesperación, durmiendo en los brazos famélicos de aquella mujer que era todas las putas del mundo y a la que le había rociado un poco de perfume, (Anna) y le había pagado con otra lata para que le dijera al oído que lo amaba, para que se lo dijera gritando para ver si así acallaba las risas que lo desollaban. Era por esto que cada vez que tenía miedo, cada vez que el rugir de la batalla lo reducía hasta hacerlo invisible, traía esa imagen a la mente y se daba fuerzas para dar el paso que su instinto se negaba a dar. Para poder volver a ser humano, tangible, corpóreo. Entonces se hundía en el fango de las trincheras abriéndose paso por entre los jirones de cuerpos que las explosiones habían dejado. Y preguntaba y fotografiaba y trataba de entender. Y veía en la lejanía, en la meta distante, la imagen de su padre señalándolo con el dedo con su eterna mirada de desaprobación.

Y así a fuerza de sobrevivir, mataba su recuerdo una y otra vez, buscando su propia redención, corriendo en pos de algo que lo hacía invulnerable mientras inconscientemente buscaba la paz de su propia muerte. Pero entre más corría hacia el campo de batalla, armado solo con su cámara fotográfica y su agenda, más lo esquivaban las balas, mientras más se hundía en el trafago de los muertos o en el filo de la navaja de la suplantación, más la parca levantaba su pesado velo y lo dejaba pasar de largo.

De improviso el sonido de una alarma antiaérea cortó la mañana con pulcritud. Binoculares: un B-29 avión de reconocimiento meteorológico, - tal vez habrá bombardeo -, pensó con una mezcla de sentimientos confusos. Entretanto en la calle todo había parado y vuelto a su ritmo con celeridad. Alguien pregonaba a gritos que tenía manzanas para la venta y un nutrido grupo se formaba a su alrededor creando una improvisada subasta; en pocos segundos toda la mercancía desapareció en manos de una señora de peinado elegante ante los ojos estupefactos de la muchedumbre. Aun en el fragor de la guerra se mantenían las reglas depredadoras de la sociedad.

Dirigió su mirada al grupo de niños; ahora tenían otro juguete: un gato callejero al que torturaban con refinada crueldad. Entonces tomó su agenda y volvió a la idea que le estaba dando vueltas en las últimas semanas. - Tal vez no somos aquellos seres evolucionados y racionales que creemos. - Garrapateó con pulso incierto -. Dicen que el conocimiento de Dios y el alma nos diferencia del reino animal. Pero, ¿Y que si esto no es otro más de los autoengaños de seres especialistas en justificar sus acciones y su propia mortalidad? ¿Y si la vida en el más allá, el paraíso y el infierno no existen? ¿Y si no somos otra cosa que un tipo de animal evolucionado cuyo ciclo de regulación es la guerra y la enfermedad autoinflingida? – encendió con ansiedad el ultimo cigarrillo que le quedaba mientras le temblaba la boca y continuo arañando en el papel -. Si esto fuera cierto, una conclusión inmediata sería… que las segundas oportunidades no existían. El único paraíso era hacer lo que se tenía que hacer, en el momento adecuado.

Cuando aun había tiempo.

El grupo de niños se había ido; solo quedaba una niña que abrazaba con ternura al gato y con sumo cuidado le daba de comer al tiempo que curaba sus heridas. Estaba cansado de tratar de interpretar: la boca aun le sabía al licor barato del mercado negro. - Tal vez debería dormir un poco más -.

La mañana transcurrió en medio de una lenta ensoñación en la cual comenzó a repasar, como de costumbre, los rostros de todos los amigos que había hecho en medio de la guerra. Los repasó uno por uno, tratando de recordar en detalle sus rostros y sus características personales más particulares, para que de esa manera se ataran con firmeza en su memoria y estuviera seguro que nunca caerían en la condena del olvido. Cuando hubo terminado cayó en la cuenta que todos estaban muertos. Invariablemente. Y para su propia sorpresa ese descubrimiento no lo entristeció, más bien le hizo sentir una alegría teñida de melancolía. Ya no estaban sufriendo, ni aguantando hambre ni frio. Ni eran presas ya de las veleidades del espíritu humano. Ellos habían sido lo más cercano a lo que alguna vez podría llamar familia y algo en lo profundo de su corazón le decía que tal vez era hora de que los acompañara.

Estaba cansado.

El sonido de la alarma antiaérea cortó de tajo sus pensamientos; ahora eran tres fortalezas volantes en típica formación de ataque; demasiado lejos para representar un peligro al sitio donde se encontraba. Miró la calle y vio que la madre de la “niña gato” la levantaba en brazos y salía corriendo. Luego paraba confusa y miraba hacia atrás: el gato callejero. Entonces regresaba apurada y lo levantaba con delicadeza, aún a sabiendas del peligro que se cernía sobre sus cabezas. Sus ojos sintieron una pequeña emoción. Al instante salió corriendo hacia la terraza con un buen presentimiento en el corazón: este era el día para su foto, para su historia. Los tres aviones se perfilaban perfectos sobre una película azul puro. - ¿Y que tal si estaba equivocado respecto de sus pensamientos desesperanzados? Tal vez esta guerra, por lo menos, si había tenido sentido. Tantas muertes y sacrificios no eran en vano. Tal vez lo más honorable y valeroso había sido entrar en esta confrontación para vencer un mal que se esparcía como un veneno: ¡tal vez si había una luz de esperanza para la raza humana, (y para él)!

De pronto, detrás de los aviones florecieron tres paracaídas: - debían estar en serios problemas -. Abajo, en la calle la gente aplaudía la mala suerte del enemigo–. ¡Te amo Anna!-, pensó inundado de una agitación inusitada; la decisión estaba tomada. Al otro día comenzaría el largo regreso a casa y él mismo se fabricaría su segunda oportunidad a fuerza de creer y tener fe en él mismo y en la naturaleza de un destino que se reescribía cada día.

Y así, sin un ruido, sin previo aviso, el cielo desapareció sobre él y sobre toda Hiroshima.